domingo, 20 de enero de 2008

El Hueso Salinas

Ya en las sábanas, el cuerpo de la muchacha se le ofrecía como el pan fresco de las mañanas. El Hueso Salinas dejó su arma y se abalanzó sobre ella con la destreza que da el hambre.

Después, viendo llover a través de la ventana empañada, supo que había dejado escapar al hombre cuya sangre acartonaba ya las cortinas. Rechazó las manos tibias de la puta y se levantó de un salto. Abrió el ropero y vio el charco circular y denso macerando las tablas.

El viento alargaba las calles empedradas donde se perdían las sombras. Era la boca de lobo de las cinco de la mañana. El Hueso Salinas, borracho de ira, caminaba raspando el metal de su arma contra los muros dormidos del vecindario. Iba murmurando algo -tal vez un nombre- y nada lo diferenciaba de las sombras húmedas que se perdían en las encrucijadas. De pronto, nacida en una esquina, una lluvia recia de palazos lo encontró desprevenido. Y ya en el suelo, oliendo tan de cerca esa mierda humana en que tenía la cara, vio las botas embarradas de dos hombres.

-Levantate, maricón -le dijeron.

-Con gusto -dijo él, despegando la cara de la mierda.

-Vas a ver quién es tu papá.

-Me gustaría conocerlo, ya que mi madre era una puta -les dijo, ya de pie.

Uno era pálido, y tenía la sonrisa nerviosa; el otro, un moreno enorme de pómulos grises, lo miraba sin pestañar y le dijo:

-Sí pues, a tu madre me la tiré hasta cansarme. Y pedía más.

En ese preciso instante, la bala le atravesó la entrepierna y soltó, con las últimas sílabas, la cuota de sangre necesaria para decirlas. Rápido como el rayo, el otro levantó la macana bañada en sangre y la descargó con toda su ira: el Hueso sintió cómo el hueso, vibrante, del antebrazo, se le había astillado. Pero hubo un disparo, y el Sonrisas cayó sin dejar de sonreír.

-Y ahora quién es la puta -dijo el Hueso Salinas, escupiendo la sangre que cada noche hacía renacer en su boca.