miércoles, 20 de febrero de 2008

El Hueso Salinas (continuación)

Justificar a ambos ladosTodo resultaba extraño.
Hasta la semana pasada, la vida del Hueso había sido un pozo profundo cuyas aguas no podían ser perturbadas: la rutina del día a día, la comodidad de lo consuetudinario, el bienestar en la espera que ya no desespera. Nada podría haber fungido como indicio de las tribulaciones que vivía ahora. En verdad, los pequeños sobresaltos y las efímeras alegrías le habían venido por la realización de ciertos proyectos que tenía guardados y esperando cuales frutas maduras que aguardan ser derribadas. En su cabeza proliferaban las ideas, los proyectos, las ambiciones irrealizables y a veces tenía la impresión de que era el sostén de un nido de serpientes que se mordían mutuamente. Estas cosas le pasaban usualmente cuando dejaba por un tiempo su interés por el crimen, en el que normalmente su irrefrenable imaginación se concentraba. Y es que no hacía mucho había creído encontrar un buen lugar para desbocar sus deseos más violentos: las excesivas carnes del cuerpo de la Romba, una vieja puta que venía de salir de la cárcel. No se trataba de su físico: a fin de cuentas no era más que una gorda que apenas cabía entre sus ropas. Era la manera en la que se expresaba el poder y la autoridad en cada palabra que pronunciaba, la seguridad y total confianza en sus decisiones, la imposición que suponía el más sencillo de sus juicios. Una de las primeras veces que el Hueso la había visto había pensado en un helado: las piernas que apretujadas se levantaban como un cono contenían desenvueltas las abundantes bolas de sabor que eran sus senos, su estomago, su monte de Venus. Vestía esos conjuntos deportivos que hacen la delicia de los trotadores matutinos, hechos de esa tela que parece la misma con que están fabricadas las toallas y que sólo vienen en colores que gritan a los cuatro vientos su total ausencia de gusto.
Era ella quien había hecho que todos sus pensamientos se desviaran de la simple preocupación por el crimen hacia la preocupación por sus organizaciones profundas, aquellas que se producían subterráneamente, en la oscuridad de los lenguajes codificados, en el silencio del encierro. Le había fascinado cómo la Romba era capaz de controlar a una serie de inadaptados desde la prisión, ejerciendo su poder a través de las putas que manejaba, los cleferos que le hacían servicios por unos pesos, un poco de clefa o algo de sata, las matonas a quienes había salvado y que se sentían endeudadas. La Romba era el ejemplo viviente del cinismo de quien sabe demasiado bien que la vida no tiene un pelo de moral. Y a cualquier objeción levantada en contra de su inclemencia, se limitaba a repetir, alzada en petulancia: “al que quiere celeste, que le cueste”.

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